El Palacio de la Música es nuestro

La Gran Vía madrileña, una maravillosa réplica de las avenidas modernistas de Nueva York, acaba de cumplir cien años, aniversario celebrado rutinariamente por el ayuntamiento capitalino con cuatro cartelones colgados del cielo y algunas verbenas bullangueras al aire libre. Ahora parece dispuesto a cerrar la onomástica permitiendo que se destruya uno de los símbolos más tradicionales y protegidos de tan espectacular calle urbana: el Palacio de la Música. Edificado en el número 35 de la Gran Vía, a pocos metros de la Plaza del Callao, se inaguró en 1.926. El arquitecto Secundino Zuazo lo diseño como un inmueble multifuncional capaz de albergar uno de los cines más grandes de Europa, un recinto para conciertos y una sala de fiestas decorada al más puro estilo de los felices años veinte. El Cinema Sague, que así se llamaba en aquellos tiempos, abrió sus puertas para ofrecer a los primeros espectadores una velada musical dirigida por el maestro Lasalle. Al día siguiente, proyectó la película “La Venus americana”. Desde entonces cumplió sobradamente con los fines ilustrados para lo que fue concebido. Ahora pretenden convertirlo en un zoco de ropa barata.

El Palacio de la Música fue víctima, como tantos otros, del profundo cambio de usos y costumbres consumado en la sociedad madrileña. Antes de todo eso,  nos trasladábamos a los cines de la Gran Vía para pasar buenamente las tardes festivas. Comprábamos las entradas en las taquillas diminutas de aquellos solemnes locales, atendidas siempre por señoritas amables que nos colocaban en una buena fila a cambio de la correspondiente propina. Acomodados en las butacas aterciopeladas, se apagaban de repente las luces y comenzaba un espectáculo imprevisible que se animaba en la pantalla. En invierno disfrutábamos de una calefacción reconfortante y en verano del tan deseado aire acondicionado. Un lujo que se pagaba con gusto. Aquella manera de entretenerse languideció y terminó por pasarse de moda.

Aparecieron los comercios que alquilaban videos, se multiplicaron los canales de televisión atiborrados de programación cinematográfica gratuita y llegaron las superficies comerciales, repletas de tiendas y comederos populosos, dotadas también de multicines gigantescos aderezados de cucuruchos enormes de palomitas y cubos repletos de refrescos gaseosos. Una competencia temible. Las redes y la piratería consentida terminaron por cerrar la mayoría de los cines. La última cinta que se pasó en el Palacio de la Música fue “Antes que el diablo sepa que has muerto”, de Sidney Lumet. Aquel infausto 22 de junio de 2.008 apenas se había cubierto una decima parte del aforo.

Desde entonces, el establecimiento quedó en manos de la Fundación Caja Madrid, cuyo presidente Rafael Spottorno, un intelectual irrepetible amante de las bellas artes, se empeñó en salvarle de la ruina, recuperarlo de las heridas del tiempo y convertirlo en un auditorio de referencia. El dineral empleado en tales menesteres se ha gastado muy bien y el Palacio de la Música luce hoy nuevo y radiante. Asombra su elegante alzada, la fachada aireada con ventanas rectangulares y ovaladas, rematada por una tercera planta acolumnada. Bankia quiere venderlo ahora a cualquier multinacional que pueda comprarlo. No contenta con recibir decenas de miles de euros para taponar los agujeros, cantidad que vamos a sufragar todos, sin avergonzarse aún de haber estafado a miles y miles de jubilados vendiéndoles un producto averiado, dispuesta como está a prescindir de muchos de sus empleados, también pretende Bankia convertir nuestro Palacio de la Música en un bazar para turistas enmacutados y en alpargatas. Bankia es una entidad nacionalizada y solo el Ayuntamiento de Ana Botella puede autorizar una tropelía tan impresentable. Debemos recordarles, al Gobierno de la Nación y al Ayuntamiento de Madrid, que el Palacio de la Música es nuestro, de todos los madrileños, y que no tienen derecho alguno a prostituirlo en la calleja de los desalmados.

Artículo de Fernando González para madridiario.es el 22 de febrero de 2013.

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